domingo, 31 de mayo de 2009

Mu cansá y mu jarta



Mu cansá y mu jarta, así era como se sentía, todavía no había cumplido los 40 y ya tomaba ansiolíticos, usaba vibrador y tomaba copas sola en la barra de cualquier bar. Patética. Así se veía. Sola y cansada de estarlo, cada día se enfrentaba a una rutina que la arrastraba por pura inercia, por pura necesidad económica y responsabilidad materna. Tanto trabajar para nunca llegar a fin de mes. Tanto esperar para desesperar.

Cuando se colgó de un niño 10 años más joven que ella empezó a ver el principio del fin. Mañosa, así llaman en Perú a las maduritas que se benefician a jovencitos. Que los chavales de 16 que fumaban porros en el parque la llamaran de usted le recordaba que se estaba haciendo mayor. Empezaba a sentir envidia de otras mujeres menos agraciadas que ella que caminaban por la calle cogidas del brazo de un hombre, tan poco agraciados como sus parejas, pero ellas al menos no estaban solas. “La soledad es muy mala” le dijo su vecina de ochenta y tantos que llevaba cuarenta años sola.

Se consolaba pensando que total, no merecía la pena encontrar un hombre, porque la experiencia le había demostrado que más pronto que tarde terminaría aburriéndose de él y con él. Temía bajar la guardia y el listón, engancharse a cualquiera sólo para dejar de estar sola, pero también se cuestionaba si era necesario mantener el listón tan alto que ninguno pudiera pasarlo. Durante un tiempo buscó consuelo en el sexo y lo encontró, hasta que un día se le perdió. Seguramente se fue en el quirófano de aquella clínica que le recordaba a los mataderos donde decenas de mujeres anónimas acudían cada día para abortar. Llegó a pensar que Dios la había castigado por eso. En cualquier caso, castigo divino o no, era algo que meses después no había superado, aunque ella no lo sabía. “Que más da, ya está hecho, ya no merece la pena darle más vueltas al asunto, ya no hay marcha atrás”, se repetía constantemente. Y seguía adelante, por inercia, por necesidad, para sobrevivir.